sábado, 16 de junio de 2012

LA GOLONDRINA QUE NO VOLVIÓ

                           LA GOLONDRINA QUE NO VOLVIÓ
                                               (Relato costumbrista)
                                  Por Vicente Pérez Suárez (Miudeira)

        
       El relato que me propongo escribir va dedicado, modestamente, a los emigrantes de Cartavio.  Es una sincera y noble dedicatoria a todas esas gentes que un día abandonaron, o les hicieron abandonar, su familia, su pueblo, sus amigos y su patria, para marcharse a lejanas tierras en busca del medio de vida que la Patria Madre no era capaz de darles y que, las mas de las veces, se encontraron con las mismas o parecidas miserias que habían dejado. No se dieron cuenta que el mundo es mundo en todas partes y que en ningún país “ATAN US CAIS CON LLUNGUEIZA”, como decía mi abuela.
      Pocas serán las familias de la parroquia de Cartavio y su entorno, que no tengan o hayan tenido en la emigración algún ser querido, y no conozcan el gran trauma que causa en la sensibilidad de las personas y familias afectadas. !Cuántos marcharon y retornaron desilusionados con los mejores años de la vida perdidos!. Un lejano pariente mío emigró a Cuba en un barco de vela, tardó unos tres meses en llegar y regresó cargado de sombreros, pajaritas, corbatas y demás chucherías, pero sin un centavo. Otros marcharon con un destornillador y regresaron con una lima... Algunos, pocos, hicieron fortuna; pero los más perdieron el tiempo y, por tanto, parte de la vida inútilmente en calamidades;  otros llegaron, incluso, a ser explotados por sus propios compatriotas o por los mismos que les habían reclamado.
      Se pensaba entonces que en otros países se vivía mejor, cuando es bien sabido que este mundo, sea el país que sea, es de unos pocos, que casi siempre son los mismos y los que mandan. Eso sí, se iban con la sagrada y consoladora intención de volver; mas !cuántos se fueron y nunca más volvieron!. A todos ellos: a los que ya no volverán, a los que no volvieron para que vengan; a los que vinieron y se marcharon para que sigan viniendo, y también para los que volvieron y se quedaron; a todos ellos, digo, dedico este sencillo relato que puede ser real, en todo o en parte para algunos; para otros tendrá recuerdos alegres y para otros, tristes, nostálgicos o, simplemente, indiferencia. Para todos ellos es el monumento que hay en el centro del parque de La Caridad, que, aunque modesto y sencillo, es elocuente el globo terráqueo que lo culmina en honor a tantos franquinos y también vecinos de Cartavio, desparramados por el mundo, que nunca más volvieron o tardaron mucho en volver. Son todo un símbolo de recuerdo y esperanza, a nuestros convecinos ausentes, las hermosas y bien cuidadas flores que rodean el referido monumento monolítico.
      La historia que voy a contar fue ya hace muchos años, el día de la fiesta del pueblo, cuando todo el mundo iba a misa y ésta, en esa celebración, era solemne,  con muchos curas y muy cantada. Cuando se tocaban las campanas a vuelo y las mujeres no debían entrar en las iglesias sin medias o con los brazos destapados; cuando lucían vestidos de PERCAL, CRESPÓN, SEDA, DRIL O FRANELA y calzaban zapatos de charol. Cuando se pintaban a escondidas, no se debían tocar las parejas en público y se bailaba agarrado. Cuando algunos emigrantes, muy pocos, aparecían por el pueblo vestidos de blanco, con sombrero y el famoso y elegante HAIGA, reluciente y alargado, que ocupaba casi toda la calzada, dando la sensación de querer atropellar. Cuando aquellas agencias tramitaban pasaportes para ir a trabajar en el campo, a Santo Domingo u otros países, ofreciendo el oro y el moro, donde no había más que calamidades y miseria. Cuando se premiaban y estimulaban las familias numerosas, para después tener que emigrarlas, pero el que tenía un tío soltero en Cuba, estaba rico. Cuando era así, más o menos, digo, en una parroquia de nuestro entorno se celebraba la fiesta patronal y era a la salida de misa. Un muchacho joven, elegantemente vestido con traje, corbata y cuello almidonado, observaba, junto a la puerta del templo, cómo salía la gente después de asistir al acto religioso: los hombres poniéndose el sombrero o la boina, y las mujeres quitándose el velo o la mantilla, con el misal y el rosario en la mano. Las chicas salían alegres y festivaleras, preconizando divertirse en la fiesta de la tarde. Todo era bullicio, alegría y ambiente de fiesta. Entre toda aquella gente que abandonaba el sagrado recinto, el joven observador captó la mirada disimulada de una muchacha rubia, cuya cabellera, sostenida por un turbante amarillo, le caía en cascada hasta la cintura. Vestía falda de percal plisada y una blusa o chambra de crespón de manga larga, luciendo unos brillantes pendientes, un discreto collar y una fina pulsera en su delgada muñeca izquierda. Por casualidad,  la mirada de la joven se posó chispeante sobre la del muchacho, dejando escapar una inevitable sonrisa que, tenuemente,  puso al descubierto una hilera imperfecta de blancos dientes, cuya imperfección hacía aún más chispeante aquella mirada casual. Aquel encuentro óptico, al joven le pareció un tanto insinuante, y, aunque era tímido, lo tuvo en cuenta para la fiesta de la tarde, a la que acudió muy pronto, después de comer en casa de unos parientes. En el campo de la iglesia no había casi nadie, sólo algunos tenderetes, un chiringuito con varios clientes, parejas y grupos de jóvenes paseando y algunos niños corriendo por allí.  Pero poco a poco fue llegando más juventud y gente mayor, hasta casi llenar el campo. Más tarde, la orquesta, con gaita y tambor, daba principio a la fiesta con un pasodoble torero, que incitó a bailar a todo el mundo. El joven dio cuatro vueltas por el recinto festivo y pronto localizó a la chica rubia, la cual bailaba con una amiga. Se acercó a ellas con un amigo y las PARTIERON para bailar, quedándose él, claro, con la del “flechazo” de la mañana. Durante toda la tarde la acompañó, bailando y paseando, contemplándose mutuamente en las respectivas pupilas de sus ojos. Desde aquel día empezó entre ambos jóvenes un romance serio y prometedor: se habían enamorado.
      Pasó algún tiempo de aquel encuentro, y el 15 de agosto ofrendaron su amor a la Virgen de La Braña, bebieron agua de la fuente y se contemplaron en las quietas y benditas aguas del pequeño estanque. Revolotearon en la romería como mariposas y, a la bajada, observaron, sobre el pretil del puente de FOLLARANCA en Arancedo,  el deslizar del agua del río por entre el ramaje de la arboleda. Más tarde merendaron en el CHABOLO. Otro día, el del Ángel en Viavélez, tomaron un refresco en La Caridad, en el BAR REY “LA BRISA DEL MAR CANTÁBRICO” y se fueron caminando por la carretera, bordeada de pinos y demás naturaleza, hasta el pueblín portuario, donde, en una barca de remo, se bambolearon navegando por la bahía del pequeño puerto pesquero, escondido detrás del peñasco poblado. Fueron también a la romería de Porcía y a Cartavio el día del Rosario, donde saltaron y brincaron al son de la música improvisada, pasando un espléndido verano de amor y romance.
      Todo fue muy bien y muy fácil. Nada parecía interponerse entre ellos. Eran inseparables e inmensamente felices. Lo tenían todo: amor, simpatía, juventud. Nada les era adverso, hasta que los padres de ambos jóvenes se enteraron de que aquel idilio podría ir en serio. Los padres de él le censuraron que era muy joven para enamorarse así, que estaba estudiando y que, además, aquella chica no le era conveniente, puesto que no tenía “DOTE”.  Por su parte, los padres de ella, padres de más hermanos, no dijeron nada en principio, por si hubiese algo de positivo en aquellas relaciones. No obstante, se fueron enterando del desacuerdo de los padres de él. En el pueblo, como en todos los pueblos, todo se sabe, y se corrió la voz de aquel extraño noviazgo desigual económicamente, cosa muy rara en aquellos tiempos, murmurándose la duda de un final feliz. Todo ello les fue convenciendo de que aquel chico no sería nunca para su hija, dado que era el “MAYORAZGO” y de mayor condición social. Viendo las cosas muy dudosas y con el fin de impedir a tiempo un desengaño amoroso, encargaron a una tía de la chica que la reclamara para el “paraíso” de las Américas, lo que hizo con una carta llena de promesas e ilusiones como si, ciertamente, de un paraíso se tratara. La insistencia de sus padres y casi obligada, influyeron en la joven enamorada, -aunque con la promesa, de su novio, de seguir queriéndola- de que tal vez era mejor así. Por otra parte, se fue convenciendo de que aquello podría ser para ella una oportunidad para cambiar su vida, pero siempre contando con el joven que dejaba. Todo ello fruto, además,  de la inexperiencia, la fantasía y el ansia de conocer otro mundo, puesto que, al ser pobres y muchos hermanos, no veía muy halagüeño su porvenir, como no fuera así o casándose con aquel muchacho, lo cual podría ocurrir, si ocurría, a muy largo plazo. Por su parte, el joven, ciego en sus sentimientos, no había pensado ni tenido en cuenta todo aquel embrollo que no entraba en sus planes. Al final también lo fue entendiendo, sumiso a la idea y autoridad paternal, aún en contra de sus sentimientos, ya que seguía queriendo a la chica. Debido a la corta edad, los dos se prometieron incautamente, claro, volver a verse: ella volvería muy pronto y él la esperaba, como si de unas vacaciones se tratara. En realidad todo era un contratiempo obligado, cosa muy frecuente en aquella época.
       El tiempo no espera, llegando, casi por sorpresa, el día de la separación, pareciendo no darse  cuenta de lo que hacían, puesto que todo era originado por un convencimiento impuesto que, como “buenos” hijos, se creyeron obligados cumplir. Él la acompañó al puerto, donde esperaba el barco que la llevaría, quizá para siempre, al otro lado del planeta, al otro hemisferio, algo que no pensó en profundidad. Se besaron prolongadamente, como si no pudieran separarse. Al final la dejó ir de sus brazos para que cruzara la pasarela al transatlántico que la portaría a otro mundo, seguramente  con las mismas complicaciones, o peores, que el que dejaba.
       El barco zarpó pesadamente y, desde cubierta, la muchacha agitaba la mano diciendo adiós al joven, con la misma sonrisa con que la conoció a la salida de la iglesia el día de la fiesta del pueblo; mientras, sus ojos, menos chispeantes, brillaban húmedos. Él, en tierra, movía su pañuelo en alto, hasta que la gran masa flotante desapareció en un recodo de la rivera del puerto. Dio unos pasos “decisivos” hacia adelante, como queriendo llegar hasta ella a aquel barco que se alejaba sin compasión; pero, al momento, se dio cuenta de que tal impulso era inútil, y se quedó inmóvil, sintiéndose solo, con todo el mar por delante. Inclinó su cabeza, probablemente escondiendo sus lágrimas, y en el ambiente le pareció oír que fluctuaban de labios de la chica, al son del oleaje del mar, las notas de aquella triste canción: CUANDO DEJÉ MI TIERRA, VOLVÍ LA CARA LLORANDO...
       Ya al otro lado del mundo, aquella jovencita se encontró sola en un país extraño y complicado. Lloró mucho la nostalgia de su pueblo, de su familia y, sobre todo, el recuerdo de aquel hermoso idilio, que ahora le parecía ver frustrado. Oteaba el horizonte lejano, pero el gran charco se imponía entre ella y aquellas añoranzas de su vida de niña y feliz juventud, que ahora cambiaban tan bruscamente. Le costó mucho rehacerse; pero, el tiempo, que todo lo arregla, se encargó de acoplar su vida a las costumbres de la nueva situación.
       Pasaron algunos años. Aquel joven –ahora mayor-  todavía está esperando el regreso de la muchacha rubia que pasó por su vida como una exhalación, pero dejándole profunda huella. Resulta más fácil marcharse con la promesa de volver, pero !cuántos emigrantes no pudieron cumplir esa promesa! Terminó su carrera el muchacho y, ahora, con su rostro melancólico y la mirada perdida en aquel horizonte que vio desde el puerto el día de la despedida,  pasa el tiempo sentado en su bufete, rodeado de libros y, sobre el pupitre, una foto de la chica que un día dejó marchar y sigue esperando, viviendo de su recuerdo, -pues jamás, ni intentó reemplazarla en su corazón- quizá con la creencia de que era una golondrina que volvería en una próxima primavera. Mas ¡la golondrina no volvió! Puede que algún día vuelva, pero ya no será una golondrina.
                                                   A donde irá , veloz y fatigada,
                                               la golondrina que de aquí se va;
                                               o si en el viento se halla extraviada,
                                              buscando abrigo y no lo encontrará.
                                              Junto a mi lecho la pondré un nido
                                              en donde pueda la estación pasar.
                                                  También yo estoy en la región perdido,
                                              ¡oh cielo santo!, y sin poder volar.
                                                   




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