viernes, 25 de mayo de 2012

AMOR SECRETO, REVELADO


AMOR SECRETO, REVELADO

(Relato costumbrista) 

Por Vicente Pérez S. (Miudeira) 

      Ya pasó un año y estamos otra vez colaborando en los libros de fiestas. Este año, por primera vez, en este de las fiestas del Ángel, en Viavélez, tratando de amenizarlo, en lo posible, con una pequeña historia que, a su vez, me ha contado un amigo, dado el conocimiento que tenía de estas narraciones, un tanto curiosas. Es una historia de hace bastantes años, ya que es un poco mayor, pero la recuerda con mucho cariño, puesto que, aquel su “amor” secreto de niño, tuvo la casualidad de hacerlo realidad, descubriéndolo a la que ahora es su esposa. Aunque este no es el caso –me dijo- ¿quién no ha tenido en su vida un amor secreto que nunca nadie supo de él, ni tan siquiera la persona amada? Pero, vayamos a esta tierna narración costumbrista, dedicada a los vecinos de ese hermoso pueblo, pesquero y turístico, de Viavélez:
       A Gabriel, cumplidos ya los seis años, su padre le anuncia que el próximo lunes tiene que empezar a ir a la escuela. Al oír esto, al niño se le vino el mundo encima, pues era muy tímido y estaba muy bien en su casa, donde su padre ya le enseñaba muchas cosas, tanto que escribía y leía, deletreando, varias palabras, incluso, algún cuento; conocía los números y dibujaba. Era un niño muy inteligente, pero había que ir a la escuela. La víspera fue un día muy triste para él. Llegado el lunes, lo llevó su progenitor en su caballo blanco y lo dejó en el colegio, donde una ejemplar y buena maestra enseñaba a un montón de niños, pues en aquellos tiempos eran muchos: unos 40. Los primeros días fueron para el muchacho como una pesadilla, pero poco a poco se fue adaptando, tanto que su ilusión era la escuela y no la quería perder por nada: se le daban muy bien los estudios, aceptó la compañía de los otros niños y estaba encantado con su maestra.

        Fueron pasando los años, siendo uno de los mejores alumnos. Cuando cumplió los 12 era el más adelantado del colegio. Pero Gabriel, además de estudiar, se fijaba en otras cosas: adosada a su escuela estaba la de niñas. Tanto los niños como las niñas, salían a recreo a la misma hora, aunque cada una de las aulas tenía su propio campo recreativo. Gabriel observaba a aquellas pequeñas que tanto jaleaban con sus juegos, cantos y otras actividades. A sus oídos llegó todo aquel griterío, -algo que a ningún niño parecía interesarle, ni a él tampoco, en principio- que un día le sobresalió de las demás, la voz y la risa de una niña que le llamaron la atención, hasta el punto de que, poco a poco, le fascinaba y le traía obsesionado, pero no sabía qué niña era. Ante esta incógnita, decidió averiguarlo por su cuenta, observando con disimulo cómo jugaba aquel montón de niñas en un revoltijo difícil de controlar, máxime cuando todas vestían uniforme blanco con finas rayas azules. De cualquier forma decidió fijarse en ellas con más detenimiento. Algunas le miraban sin más, otras se paraban y se reían y, alguna, llegó a decirle: este niño parece tonto. Pero es guapo, decía otra, riéndose y continuando corriendo. Por otra parte, los otros niños también se dieron cuenta de este proceder de Gabriel, hasta preguntarle qué estaba mirando allí, si le gustaban las niñas. Gabriel no decía nada. Estaba abrumado y le daba la sensación de que, en realidad estaba haciendo el ridículo, pero esto no le impedía seguir con sus compañeros y en sus trece de averiguar qué niña era la que tanto le intrigaba. Al fin un día logró saberlo: era una jovencita, de más o menos su edad; rubia, cuya larga y dorada cabellera, sujeta con una cinta del color de su uniforme, corriendo, le bamboleaba, de hombro a hombro, por la frágil espalda. Desde ese día no dejó de acercarse con disimulo y fijarse bien, hasta poder ver, de pura casualidad, sus azules ojos y unos brillantes zarcillos colgando de sus pequeños lóbulos auditivos. Desde entonces se prendó de la niña: su figura, su risa, su pelo, su manera de correr y gritar por entre todas las otras compañeras, teniéndola constantemente en su pensamiento. Soñaba con ella, le escribía cartas a su manera –sin enviarle ninguna, claro- y, aunque era de su misma parroquia, no era para él nada conocida. Ni siquiera sabía cómo se llamaba. Iba pasando el tiempo, y aquella obsesión se le hacía cada vez más pronunciada, hasta ser para él lo único que admiraba en su vida diaria. El niño, sin saberlo, parecía estar “enamorado” de la chiquilla. Si para él, ir a la escuela se convirtiera en un placer a los pocos días de escolarizarse, pese a que su inicio había sido un poco penoso, ahora tenía dos motivos muy importantes para ello, puesto que, a su afición por los estudios, se le añadió aquella colegiala que estaba allí tan cerca. Con infantil inocencia pensó muchas cosas para poder hablar con ella o demostrarle su admiración, pero las fue desechando todas, puesto que para la niña, él era uno de tantos: no se conocían, ignoraba sus sentimientos… En fin, nada de nada; por lo que le pareció una tontería dirigirse a la chica, además: ¿Qué le diría? Por otra parte, era una niña y él un niño. Dos niños que no sabían nada de sentimientos amorosos, ni tan siquiera sus nombres. De todas formas, durante el tiempo de escolaridad siguió con su obsesión, logrando saber que se llamaba Martina. Luego que dejó la escuela, por haber cumplido 14 años, la veía muy poco, como no fuera en la iglesia o alguna vez por casualidad. Gabriel, dos años mayor que ella, dejó la escuela sin que pudiera hacer estudios superiores. Su padre le envió a un taller de electricidad e hizo un cursillo sobre esta materia, que le gustaba mucho, consiguiendo ser titulado. Cuando cumplió la edad para trabajar y después de hacer la mili, su padre, un tanto influyente, lo colocó en un taller de electrónica, cerca de Oviedo. Allí empezó a trabajar no ganando mucho, pero poco a poco se fue especializando y llegó a tener un sueldo respetable. No supo más nada de Martina, aunque cuando venía a su pueblo, la veía, como a otras muchas, pero nada más. No estaba al tanto de su vida. Tampoco le importaba, puesto que aquella especie de pasión infantil, se había apagado con el tiempo, sin que dejara de pasar por su imaginación como un tierno y hermoso recuerdo o una simple bobada de niño sentimental.

       Pasó algún tiempo. Gabriel seguía en su trabajo, pero de vez en cuando, mayormente los fines de semana, cogía el tranvía, que campanilleaba por el lugar, e iba a la ciudad para ir conociéndola y disfrutar un poco del tiempo libre, pues, además, continuaba estudiando, al paso que trabajaba. En uno de estos viajes y en una parada del vehículo, se sube una chica con una abultada carpeta en la mano; chica que le pareció conocida, pero en aquel momento no estaba seguro de quien se trataba, ya que iba mucha gente, casi todos estudiantes. Luego, cuando se apearon, pudo comprobar que era Martina, quien, una vez en la calle, se alejó, con mucho donaire, con los demás, pareciéndole que se dirigían hacia la zona de las escuelas universitarias, aunque Gabriel no sabía que estuviera estudiando en Oviedo. No obstante, de momento no le causó más sensación, sino que le pareció muy guapa.

      Trnascurrieron algunos meses, durante los que la vio alguna que otra vez subirse al tranvía, siempre en la misma parada, sin que hubiera nada más ni ella se percatara. Pero un día, por casualidad, se encuentran en la calle frente a frente, sin poder disimular, ninguno de los dos, la sorpresa de que se conocían. (A veces no nos hablamos o no llevamos ninguna relación con las personas que viven en nuestro pueblo y las estamos viendo a menudo, pero si las vemos en un lugar lejano, donde todo el mundo es desconocido, nos paramos para saludarnos y la pregunta surge enseguida: ¿Qué haces tú por aquí? Eso digo yo, ¿Y tú que haces en Oviedo?). Eso fue lo que se dijeron, y de que ella estaba estudiando Magisterio y él trabajando en un taller de electricidad, alegrándose de verse y que, con toda probabilidad, se verían más veces, ya que no estaban muy alejados y no tenían conocidos por allí. Así fue: Gabriel, que ahora no era aquel chico tan tímido, pasado algún tiempo, coincidió varias veces con ella, sin ninguna idea concreta, ya que no estaba pensando en aquella bobada de la escuela. Así las cosas, se inició entre ellos una buena amistad, hasta salir casi todos los domingos por la ciudad y llegar a pasárselo muy bien entre los dos, tanto que Martina lo pasaba mejor con Gabriel que con sus amigas de estudio, por lo que parecía que todo aquello iba ya un poco en serio. A ella le faltaba un año para terminar su carrera y él tenía un buen empleo en la empresa. Como anécdota, Gabriel cuenta que le estaba llamando Marta y ella le aclaró –cuando ya eran muy amigos- que se llamaba Martina, que no era lo mismo, y, para que no hubiera dudas, que su onomástica se celebraba el 30 de enero. El chico le aclaró que creyó que lo de Martina era diminutivo de Marta, mientras fue una niña, por lo que ahora debía llamarse Marta. Pero, por lo visto, no era así. (No se atrevió, entonces, a decirle lo que sintió por ella cuando iban a la escuela y sabía su nombre. Tampoco la chica le preguntó nada por lo que sabía de cuando eran colegiales).
       Aunque Gabriel ya tenía 22 años, y perdiera parte de su timidez, no era muy hablador; sí un poco presuntuoso, elegante y de buen parecer. Nunca salía sin corbata, algo muy en moda en aquellos tiempos, sobre todo en Oviedo, una ciudad un tanto señorial. Por su parte, Martina era una chica sencilla, habladora, muy coqueta vistiendo, y de una sonrisa que embelesaba a cualquiera, cosa que ya había observado Gabriel cuando la conoció en el cole. Todo esto fue motivo para que Gabriel fuera muy galante con ella, perdiendo su terca timidez y creando en la joven simpatía hacía él, algo que nunca pensó que pudiera ocurrir, dado el carácter atractivo, casi presumido, que observó en Gabriel, cuando le conoció. No obstante, sin declararse mutuamente lo que cada uno sentía por el otro, se daban cuenta de que se estaba gestando un gran cariño entre los dos, como lo demostraba el gran interés que los dos ponían en verse casi todas las tardes, charlando sin parar. En aquellos tiempos en los pueblos no era habitual que una pareja se cogieran de la mano, ni mucho menos se dieran un beso en público, pero estaban en una ciudad – que era muy distinto- y todo esto fue surgiendo como algo casual poco a poco, hasta ir cogidos por la calle. Tampoco nadie les conocía y no les daba más este proceder. Cuando regresaban de paseo o de ir al cine –al baile sólo fueron una vez, pues les resultaba muy cara la entrada- se despedían estrechándose detenidamente sus manos: primero una, luego las dos; luego un disimulado beso en las mejillas, luego… Al llegar a este punto, Gabriel creyó oportuno descubrirle su admiración por ella cuando iban al colegio:
     -Tengo que revelarte un secreto, Martina - Seguidamente le contó lo que ya sabemos: su “apasionada” contemplación hacia aquella niña cuando iban a la escuela. Un “enamoramiento” inocente de niño que le había obsesionado. Martina escuchó, sorprendida, con toda atención, mirando sin pestañear, a los brillantes ojos de Gabriel. No podía creer que cuando era una niña alguien, con tales sentimientos, estuviera pendiente de su diminuta persona, no pudiendo menos que darle un apretado y prolongado abrazo a aquel joven que ya la había “querido” cuando sólo contaba unos 10 años y que, después de pasar tanto tiempo, la casualidad le hiciera sentir aquel gran amor, por quien se había fijado en una niña que sólo pensaba en jugar y que nunca se le ocurrió, ni por asomo, fijarse en ninguno de los numerosos niños que jugaban allí tan cerca, donde había uno que sí estaba pendiente de sus juegos, de su risa y hasta de sus ojos azules y zarcillos. Que sí, que luego todo se fue apagando, pero que nunca dejó de recordarla como un hermoso sueño de niño. Todo aquello emocionó de tal manera a la joven, que le era imposible separarse de aquel chico que la quería desde siempre. Una casualidad que no se da casi nunca, pero que, en este caso, aquel “amor” secreto fue revelado por el propio protagonista, a la que ahora quería con toda su alma, porque ella también le correspondía con apasionada emoción.
       Martina terminó su carrera de Magisterio y marchó para su pueblo en espera de obtener plaza en una escuela. Por su parte, Gabriel se quedó en la ciudad trabajando; pero, no por esto impidió siguieran sus relaciones, incluso más intensas, casándose a poco más de un año, pasando a vivir a aquella misma ciudad, donde Martina, a duras penas, consiguió una plaza en el colegio La Gesta I de Oviedo, acomodándose en un modesto apartamento, durante unos tres o cuatro años. Más tarde, cuando ya tenían dos niños, compraron un piso más amplio y siguieron viviendo en la capital asturiana, siendo un matrimonio muy feliz, con el recuerdo de aquel “amor secreto” de Gabriel; “amor” que constantemente estaban descubriendo. Hoy, Gabriel está jubilado y a Martina le falta muy poco tiempo.

       Dice Gabriel que nunca pensó que su vida “amorosa y matrimonial” pudiera surgir ya cuando sólo tenía unos 10 años, cuando entró en su mente –no en su vida- aquella colegiala que se convirtió, mucho después, en su amada esposa. El destino –dice- tiene, a veces, cosas tan simpáticas y transcendentales como ésta.

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