(Relato costumbrista)
Por Vicente Pérez Suárez
Cuando una persona va pasando por la vida, sin percibirlo acumula o graba en el cerebro “electrónico” de su mente, todos aquellos acontecimientos que han ido sucediendo en el transcurso de su existencia, entre los que se encuentran una serie de historias y anécdotas que, si cuando ocurrieron no tuvieron mayor resonancia, o se las dejó ir sin más, al correr de los años, repasando el “disquete” de nuestro “ordenador” cerebral, fluyen nuevamente como recuerdos de una época lejana que nos refieren costumbres, sucesos y personas curiosas y anecdóticas que, al recordarlos, da la sensación de vivir un poco aquellos tiempos ya muy lejanos. Sí, es cierto, también quedan en esta grabación historias tristes, porque la vida tiene de todo, y todo queda almacenado en nuestra mente que, si parecen olvidados, al pasar el tiempo fluyen, digo, a la memoria como algo real que fue y nos dejó una grata o triste impresión.
El caso que voy a relatar que, aunque se inicia en Miudes, tiene un final relacionado con Cartavio, puede que no sea triste ni alegre, pero sí tiene la sensación de una tierna anécdota que muchos conocerán y recordarán con cierta melancolía.
Hace mucho tiempo, -cuando yo era niño- allá por los años cuarenta, apareció por la zona de Miudes una señora, cuyo origen parece que fue el hospicio, de donde fuera recogida por una familia de la parroquia. Tenía el inconfundible acento argentino, a cuya nación americana emigrara –no sé cómo- permaneciendo allí muchos años. Cuando volvió, digo, eran los tremendos años de la posguerra civil; su familia de adopción no la quiso recibir, pero lo más penoso fue que algunos vecinos lo tomaron con ella, acusándola de ROJA, algo muy grave en aquella época, en la que todo el mundo debía ser de otro color, lo que hizo que la desdichada mujer viviera errante y casi escondida, solamente amparada, en lo que le era posible, por el párroco, quien aseguraba que aquella señora era una infeliz que no entendía de colores políticos para nada. Muchos de esta zona la conocieron y todavía la recordarán: se llamaba Isidora. Isidora era un “pedazo” de mujer, aunque algunos dudaban de si verdaderamente sería femenina, dadas sus características físicas y voluminosas: era alta, gruesa; tenía voz masculina y un rostro velludo de fisonomía varonil, con unos pequeños ojos casi ocultos entre sus pobladas cejas, que le daba, todo ello, cierto carácter un tanto brusco, duro y muy poco atractivo; aunque muchos decían de ella -como el propio párroco- que era una persona muy franca, honrada y de mucha firmeza. Vestía siempre ropajes grises de prendas enteras, abrochadas de arriba abajo con botones grandes, dejando asomar unos centímetros, por debajo de aquellos faldones, el clásico refanxo de bayeta colorada, prenda muy usada por las mujeres de la época. Cubría su cabeza, ya fuera verano o invierno, con un gorro de lana, y durante el estío iba calzada con unos grandes zapatos negros de hombre, que debían ser del cuarenta y tantos; mientras que de invierno protegían sus grandes pies unas enormes madreñas que aún la hacían más alta. Caminaba despacio, un poco echada adelante, pues era ya mayor, y sus lentos pasos los marcaba con un cierto vaivén a derecha e izquierda. Siempre llevaba una gran espuerta en la mano y, en la otra, le servía de apoyo un enorme paraguas de caballero, con varilla de hierro. Todo en ella era grande. Cuando veníamos de la escuela y la saludábamos, nos contestaba siempre: ¡Adiós, muchachos! Era una empedernida fumadora e iba todos los domingos a la misa del “día”, la última, a las doce de la mañana
Como digo, por los años de la posguerra Isidora andaba errante e insegura por estos lugares, pues algunos sospechaban que pudiera ser roja. La verdad es que no sé qué veían de roja en ella como no fuera el dichoso refanxo. El párroco de Miudes, D. Manuel Galán, le daba cobijo para dormir en la capilla del cementerio, porque allí estaba más segura y ella no tenía miedo a los muertos, sino a los vivos, según la pobre mujer decía cuando le preguntaban, algunas personas de su confianza, si no tenía miedo a dormir en el camposanto. En aquella época, la cosa política era muy complicada, pues hasta el cura iba a dormir al monte, junto a la fuente de Sta. María que estaba allí cerca, fuente que todos conocemos y aún sigue manando agua como si nada hubiera ocurrido durante aquellos tristes años. No estaban los tiempos para bromas, y había que tener cuidado hasta con los trapos “rojos”, aunque todo esto era cosa de gente revoltosa y de poca cultura, como se verá.
Las cosas se complicaron cuando un menudo personajillo, vecino de la zona que, parece ser, según parangonaba él mismo, era del “comité” de un partido político de derechas; aunque este individuo no debía tener ni puñetera idea de política, ya que no existían partidos, ni de derecha ni de izquierda. Daba la sensación, decían, de ser un pobre ignorante capaz de hacer cualquier bobada que le pudiera costar cara. Vivía solo, era jornalero y cuidaba sus tres o cuatro vacas y un burro (asno) entero, que era el escándalo de todo el pueblo, dadas sus aficiones por las burras. Los que le conocían, murmuraban diciendo de él que sus comportamientos eran un tanto absurdos, incoherentes e ingenuos: cuando comía, primero tomaba todo el vino o el agua que le servían y continuaba comiendo a secas; las herramientas de trabajo las cogía todas con la mano izquierda, excepto el lápiz, puesto que nunca escribió una palabra ni un número; cuando tenía una vaca de parto, a diferencia de lo que hacían los demás ganaderos invocando a S. Antonio, (es sabido que este santo era el patrono de los animales, ahora parece ser que es S. Antón) él invocaba a Sta. Barbara. Otra costumbre curiosa de este individuo era que, cuando no tenía hierba en sus prados para las vacas, iba con el burro y la guadaña y segaba una carga en cualquier finca de un vecino. Era tan torpe que, en cierta ocasión, siguiendo la costumbre de los labradores de clavar la guadaña en la carga de hierba que llevaba el burro, se la clavó en la barriga del animal. No debía saber ni tener arte para nada y menos para la política; aunque siempre se cachondeaba que era “d’as derechas”. El caso fue que, aprovechando esta coyuntura, unos bromistas le propusieron que le nombraban miembro del comité de la zona, si se comprometía a la “búsqueda y captura” de Isidora, y llevarla al cuartel, por ser roja. El “político” tomó el encargo en serio, originando una broma demasiado pesada, puesto que aquella mujer no se ocupaba de nadie y menos de la política: simplemente regresaba muy pobre de Argentina, iba a misa todos los domingos, pernoctaba en el cementerio y fumaba.
Una vez aceptado el caso, el individuo en cuestión, al mismo tiempo que trabajaba y atendía sus vacas, estaba obsesionado con la idea del ascenso si atrapaba a la pobre Isidora. Pero no le iba a ser fácil, ya que ella sospechaba algo del asunto y conocía a su enemigo, por lo que procuraba esquivarlo lo más posible: no salir por la noche, procurar que la viera gente, evitando sitios solitarios, algo que no le era siempre posible en aquellos tiempos, ya que todo eran caleyas poco transitables; aunque tenía a su favor que el encargado de capturarla no era el más apropiado para esta clase de trabajo. Más un buen o fatal día de mucho frío, de pura casualidad, se encuentran en un callejón escondido y abrigado, cuando el “político” venía de segar hierba, con la guadaña al hombro. Al verla se puso nervioso, increpándola y amenazándola con la peligrosa herramienta:
-¡Ha! ¿veis ehi, condenada roja? Ahora mismo baxas comigo al cuartel D’a Caridá.
La infeliz Isidora ni se inmutó. Era valiente, no tenía miedo; pero también se daba cuenta de que estaba ante un loco armado y no le era posible hacer nada. Por otra parte, nada debía temer, puesto que no hiciera daño a nadie ni entendía de rojos ni de verdes. Por ello le preguntó:
-¿Y por qué me llevas al cuartel? ¿Quién eres tú para detenerme?
-Soy “d’as derechas y tú es roja, ¡condenada veya! Fay tempo que te taba buscando y hoy chegou el día. Seguramente me ascenderán si te entrego.
-¿Te ascenderán a qué?-preguntó la pobre mujer, con voz bronca, mirándole de soslayo.
-Ascenderánme de categoría -dijo el “político”.
-¡Eres un burro! Tú no tienes ascenso a nada. –Le increpó Isidora, que no se amilanaba fácilmente, mirando la peligrosa guadaña. Pero el “político” la empujó, para que caminara delante de él por la carretera de Miudes abajo, que estaba allí cerca entre los pinos, en dirección a La Caridad. La detenida no vio otro remedio que obedecer, murmurando consigo misma y mirando, con un ojo para delante y otro para atrás, a aquel irresponsable que la llevaba con aquella peligrosa arma.
Cuando iban a medio camino, al “político” le pareció que no debía llegar al cuartel con la guadaña, y la lanzó al monte sin perder de vista a su prisionera. Un poco más abajo, viendo que la cosa parecía ir bien, sacó petaca y papel y se dispuso a liar un cigarro, siendo este el momento que Isidora –que no lo perdía de vista—aprovechó para dar media vuelta, tirar la espuerta y emprenderla a paraguazos contra aquella debilucha “autoridad”, metiéndole la punta del paraguas en un ojo, mientras ahora le ordenaba ella:
-¡Venga! Vamos los dos para el cuartel, pero tú vas delante. ¡Vamos, camina rápido! –le increpa, cogiendo la espuerta y pinchándole por atrás con el paraguas.
El politicastro se anonadó de tal manera, al verse sorprendido, casi ciego y desarmado ante aquella mole de mujer que se le venía encima, que no pensó otra cosa que tirar para adelante. Al fin y al cabo, se decía: -“qué más da ir delante que detrás” lo importante e que esta veya vay comigo-. Por otra parte, el “politiquillo” tenía bastante que hacer con restregarse y limpiar el ensangrentado ojo, pues le daba la sensación de que la “roja” se lo sacara con el maldito paraguas.
No tardaron en llegar a La Caridad, ya que Isidora aguijoneaba fuertemente a su prisionero, a fin de que caminara rápido y no le diera tiempo a pensar otra cosa. Isidora iba dispuesta a todo: quería saber de una vez qué era lo que le quería la guardia civil. Una vez en el cuartel, les recibe el guardia de puerta, a quien Isidora explicó lo que había pasado. El guardia se lo comunicó al comandante del Puesto, pasándolos seguidamente a su despacho que, aquel día, por ausencia del habitual sargento, lo presidía un cabo, quien conocía al “político” y a su detenida. Visto el cuadro, el cabo mandó llamar a un guardia y le ordenó que llevara al “político” al médico. Luego, dirigiéndose a Isidora, le dice:
-Y a usted, señora, le aconsejo que se vaya lejos de esta zona y se quite esa prenda roja que lleva debajo de su falda, de lo contrario podrá seguir teniendo problemas.
La pobre mujer, mirando al cabo, preguntó:
-Es que, señor guardia, ¿no puedo ir vestida con lo que tengo?
-Siga mi consejo –le dijo el cabo- y no creo que la vuelvan a molestar.
Desde aquel día, Isidora desapareció de esta comarca; no obstante, algún tiempo después, volvió por Miudes. Era su tierra, donde casi había nacido y criado hasta que marchó para Argentina y, cuando volvió, no la quiso recibir nadie. Ya no llevaba el refanxo de bayeta colorada, tampoco nunca más volvió a dormir en el cementerio, pasando a vivir en una casita en Xonte (Cartavio), teniendo mucha amistad –según dicen- con el coronel castrense, D. Julián, quien la protegió y, sin que nadie la volviera a molestar, continuó yendo a Miudes todos los domingos, vestida y calzada de la misma manera: con su larga bata, sus grandes zapatos y altas madreñas y el gorro en la cabeza. La única diferencia era que, ahora, el refanxo, que seguía asomando por debajo de su vestimenta, era blanco en vez de rojo. Llevaba también el famoso paraguas y la espuerta. Continuaba fumando, caminando lentamente, con el mismo ritmo y saludándonos a los niños cuando íbamos o veníamos de la escuela o el catecismo:
-¡Adiós, muchachos!
El caso que voy a relatar que, aunque se inicia en Miudes, tiene un final relacionado con Cartavio, puede que no sea triste ni alegre, pero sí tiene la sensación de una tierna anécdota que muchos conocerán y recordarán con cierta melancolía.
Hace mucho tiempo, -cuando yo era niño- allá por los años cuarenta, apareció por la zona de Miudes una señora, cuyo origen parece que fue el hospicio, de donde fuera recogida por una familia de la parroquia. Tenía el inconfundible acento argentino, a cuya nación americana emigrara –no sé cómo- permaneciendo allí muchos años. Cuando volvió, digo, eran los tremendos años de la posguerra civil; su familia de adopción no la quiso recibir, pero lo más penoso fue que algunos vecinos lo tomaron con ella, acusándola de ROJA, algo muy grave en aquella época, en la que todo el mundo debía ser de otro color, lo que hizo que la desdichada mujer viviera errante y casi escondida, solamente amparada, en lo que le era posible, por el párroco, quien aseguraba que aquella señora era una infeliz que no entendía de colores políticos para nada. Muchos de esta zona la conocieron y todavía la recordarán: se llamaba Isidora. Isidora era un “pedazo” de mujer, aunque algunos dudaban de si verdaderamente sería femenina, dadas sus características físicas y voluminosas: era alta, gruesa; tenía voz masculina y un rostro velludo de fisonomía varonil, con unos pequeños ojos casi ocultos entre sus pobladas cejas, que le daba, todo ello, cierto carácter un tanto brusco, duro y muy poco atractivo; aunque muchos decían de ella -como el propio párroco- que era una persona muy franca, honrada y de mucha firmeza. Vestía siempre ropajes grises de prendas enteras, abrochadas de arriba abajo con botones grandes, dejando asomar unos centímetros, por debajo de aquellos faldones, el clásico refanxo de bayeta colorada, prenda muy usada por las mujeres de la época. Cubría su cabeza, ya fuera verano o invierno, con un gorro de lana, y durante el estío iba calzada con unos grandes zapatos negros de hombre, que debían ser del cuarenta y tantos; mientras que de invierno protegían sus grandes pies unas enormes madreñas que aún la hacían más alta. Caminaba despacio, un poco echada adelante, pues era ya mayor, y sus lentos pasos los marcaba con un cierto vaivén a derecha e izquierda. Siempre llevaba una gran espuerta en la mano y, en la otra, le servía de apoyo un enorme paraguas de caballero, con varilla de hierro. Todo en ella era grande. Cuando veníamos de la escuela y la saludábamos, nos contestaba siempre: ¡Adiós, muchachos! Era una empedernida fumadora e iba todos los domingos a la misa del “día”, la última, a las doce de la mañana
Como digo, por los años de la posguerra Isidora andaba errante e insegura por estos lugares, pues algunos sospechaban que pudiera ser roja. La verdad es que no sé qué veían de roja en ella como no fuera el dichoso refanxo. El párroco de Miudes, D. Manuel Galán, le daba cobijo para dormir en la capilla del cementerio, porque allí estaba más segura y ella no tenía miedo a los muertos, sino a los vivos, según la pobre mujer decía cuando le preguntaban, algunas personas de su confianza, si no tenía miedo a dormir en el camposanto. En aquella época, la cosa política era muy complicada, pues hasta el cura iba a dormir al monte, junto a la fuente de Sta. María que estaba allí cerca, fuente que todos conocemos y aún sigue manando agua como si nada hubiera ocurrido durante aquellos tristes años. No estaban los tiempos para bromas, y había que tener cuidado hasta con los trapos “rojos”, aunque todo esto era cosa de gente revoltosa y de poca cultura, como se verá.
Las cosas se complicaron cuando un menudo personajillo, vecino de la zona que, parece ser, según parangonaba él mismo, era del “comité” de un partido político de derechas; aunque este individuo no debía tener ni puñetera idea de política, ya que no existían partidos, ni de derecha ni de izquierda. Daba la sensación, decían, de ser un pobre ignorante capaz de hacer cualquier bobada que le pudiera costar cara. Vivía solo, era jornalero y cuidaba sus tres o cuatro vacas y un burro (asno) entero, que era el escándalo de todo el pueblo, dadas sus aficiones por las burras. Los que le conocían, murmuraban diciendo de él que sus comportamientos eran un tanto absurdos, incoherentes e ingenuos: cuando comía, primero tomaba todo el vino o el agua que le servían y continuaba comiendo a secas; las herramientas de trabajo las cogía todas con la mano izquierda, excepto el lápiz, puesto que nunca escribió una palabra ni un número; cuando tenía una vaca de parto, a diferencia de lo que hacían los demás ganaderos invocando a S. Antonio, (es sabido que este santo era el patrono de los animales, ahora parece ser que es S. Antón) él invocaba a Sta. Barbara. Otra costumbre curiosa de este individuo era que, cuando no tenía hierba en sus prados para las vacas, iba con el burro y la guadaña y segaba una carga en cualquier finca de un vecino. Era tan torpe que, en cierta ocasión, siguiendo la costumbre de los labradores de clavar la guadaña en la carga de hierba que llevaba el burro, se la clavó en la barriga del animal. No debía saber ni tener arte para nada y menos para la política; aunque siempre se cachondeaba que era “d’as derechas”. El caso fue que, aprovechando esta coyuntura, unos bromistas le propusieron que le nombraban miembro del comité de la zona, si se comprometía a la “búsqueda y captura” de Isidora, y llevarla al cuartel, por ser roja. El “político” tomó el encargo en serio, originando una broma demasiado pesada, puesto que aquella mujer no se ocupaba de nadie y menos de la política: simplemente regresaba muy pobre de Argentina, iba a misa todos los domingos, pernoctaba en el cementerio y fumaba.
Una vez aceptado el caso, el individuo en cuestión, al mismo tiempo que trabajaba y atendía sus vacas, estaba obsesionado con la idea del ascenso si atrapaba a la pobre Isidora. Pero no le iba a ser fácil, ya que ella sospechaba algo del asunto y conocía a su enemigo, por lo que procuraba esquivarlo lo más posible: no salir por la noche, procurar que la viera gente, evitando sitios solitarios, algo que no le era siempre posible en aquellos tiempos, ya que todo eran caleyas poco transitables; aunque tenía a su favor que el encargado de capturarla no era el más apropiado para esta clase de trabajo. Más un buen o fatal día de mucho frío, de pura casualidad, se encuentran en un callejón escondido y abrigado, cuando el “político” venía de segar hierba, con la guadaña al hombro. Al verla se puso nervioso, increpándola y amenazándola con la peligrosa herramienta:
-¡Ha! ¿veis ehi, condenada roja? Ahora mismo baxas comigo al cuartel D’a Caridá.
La infeliz Isidora ni se inmutó. Era valiente, no tenía miedo; pero también se daba cuenta de que estaba ante un loco armado y no le era posible hacer nada. Por otra parte, nada debía temer, puesto que no hiciera daño a nadie ni entendía de rojos ni de verdes. Por ello le preguntó:
-¿Y por qué me llevas al cuartel? ¿Quién eres tú para detenerme?
-Soy “d’as derechas y tú es roja, ¡condenada veya! Fay tempo que te taba buscando y hoy chegou el día. Seguramente me ascenderán si te entrego.
-¿Te ascenderán a qué?-preguntó la pobre mujer, con voz bronca, mirándole de soslayo.
-Ascenderánme de categoría -dijo el “político”.
-¡Eres un burro! Tú no tienes ascenso a nada. –Le increpó Isidora, que no se amilanaba fácilmente, mirando la peligrosa guadaña. Pero el “político” la empujó, para que caminara delante de él por la carretera de Miudes abajo, que estaba allí cerca entre los pinos, en dirección a La Caridad. La detenida no vio otro remedio que obedecer, murmurando consigo misma y mirando, con un ojo para delante y otro para atrás, a aquel irresponsable que la llevaba con aquella peligrosa arma.
Cuando iban a medio camino, al “político” le pareció que no debía llegar al cuartel con la guadaña, y la lanzó al monte sin perder de vista a su prisionera. Un poco más abajo, viendo que la cosa parecía ir bien, sacó petaca y papel y se dispuso a liar un cigarro, siendo este el momento que Isidora –que no lo perdía de vista—aprovechó para dar media vuelta, tirar la espuerta y emprenderla a paraguazos contra aquella debilucha “autoridad”, metiéndole la punta del paraguas en un ojo, mientras ahora le ordenaba ella:
-¡Venga! Vamos los dos para el cuartel, pero tú vas delante. ¡Vamos, camina rápido! –le increpa, cogiendo la espuerta y pinchándole por atrás con el paraguas.
El politicastro se anonadó de tal manera, al verse sorprendido, casi ciego y desarmado ante aquella mole de mujer que se le venía encima, que no pensó otra cosa que tirar para adelante. Al fin y al cabo, se decía: -“qué más da ir delante que detrás” lo importante e que esta veya vay comigo-. Por otra parte, el “politiquillo” tenía bastante que hacer con restregarse y limpiar el ensangrentado ojo, pues le daba la sensación de que la “roja” se lo sacara con el maldito paraguas.
No tardaron en llegar a La Caridad, ya que Isidora aguijoneaba fuertemente a su prisionero, a fin de que caminara rápido y no le diera tiempo a pensar otra cosa. Isidora iba dispuesta a todo: quería saber de una vez qué era lo que le quería la guardia civil. Una vez en el cuartel, les recibe el guardia de puerta, a quien Isidora explicó lo que había pasado. El guardia se lo comunicó al comandante del Puesto, pasándolos seguidamente a su despacho que, aquel día, por ausencia del habitual sargento, lo presidía un cabo, quien conocía al “político” y a su detenida. Visto el cuadro, el cabo mandó llamar a un guardia y le ordenó que llevara al “político” al médico. Luego, dirigiéndose a Isidora, le dice:
-Y a usted, señora, le aconsejo que se vaya lejos de esta zona y se quite esa prenda roja que lleva debajo de su falda, de lo contrario podrá seguir teniendo problemas.
La pobre mujer, mirando al cabo, preguntó:
-Es que, señor guardia, ¿no puedo ir vestida con lo que tengo?
-Siga mi consejo –le dijo el cabo- y no creo que la vuelvan a molestar.
Desde aquel día, Isidora desapareció de esta comarca; no obstante, algún tiempo después, volvió por Miudes. Era su tierra, donde casi había nacido y criado hasta que marchó para Argentina y, cuando volvió, no la quiso recibir nadie. Ya no llevaba el refanxo de bayeta colorada, tampoco nunca más volvió a dormir en el cementerio, pasando a vivir en una casita en Xonte (Cartavio), teniendo mucha amistad –según dicen- con el coronel castrense, D. Julián, quien la protegió y, sin que nadie la volviera a molestar, continuó yendo a Miudes todos los domingos, vestida y calzada de la misma manera: con su larga bata, sus grandes zapatos y altas madreñas y el gorro en la cabeza. La única diferencia era que, ahora, el refanxo, que seguía asomando por debajo de su vestimenta, era blanco en vez de rojo. Llevaba también el famoso paraguas y la espuerta. Continuaba fumando, caminando lentamente, con el mismo ritmo y saludándonos a los niños cuando íbamos o veníamos de la escuela o el catecismo:
-¡Adiós, muchachos!
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