domingo, 27 de mayo de 2012

NARRACIÓN TÍPICA COSTUMBRISTA



                                         NARRACIÓN  TÍPICA  COSTUMBRISTA
                                                   (Una historia real de la época)
                                                        Por Vicente Pérez Suárez

     La historia que a continuación me propongo narrar, es una historia real, típica de la época de los años 20-40 del siglo pasado. Una época complicada política y culturalmente, con la desastrosa guerra civil por medio, que tanta miseria, hambre, emigración, y, sobre todo, tristeza dejó en muchas familias de entonces y hasta nuestros días. Es esta una historia que bien pudiera ser dedicada a los niños y jóvenes de  la actualidad, que no conocieron las miserias, tristezas, hambre y demás calamidades de otros tiempos. Es la historia de unos padres y de un niño; de una familia con muchas carencias, que llegó a ser un muchacho que tuvo que ir a la guerra, que sufrió sus consecuencias y vio truncada su existencia a la edad en que una persona tiene sus mayores ilusiones y todo parece sonreírle, sin darse cuenta de los problemas que probablemente los padres están sufriendo; porque a esta otra edad la vida se ve con toda su crudeza y realidad, lo que no ocurre cuando se tienen 10 ó 20 años. Puede que este relato resulte un tanto tierno, sensible, melancólico, y, hasta  dramático; pero es la realidad de la vida de una modesta familia, de las que tantas hubo, que vamos a contar tal como fue. Familia que, a diferencia de casi todas las de aquel tiempo, tenía un solo hijo, cuando lo normal era que tuvieran cinco o más.
    Debemos tener en cuenta que en aquellos tiempos los pueblos eran bulliciosas aldeas de labradores, animales y rudimentarios aperos de labranza. Aldeas comunicadas por caleyas intransitables, cierres de vallados enzarzados y casas típicas de piedra, de las que todavía permanecen algunas. No eran estos pueblos de hoy, no sé si llamarlos avanzados o lanzados, de casas blancas, modernas y ajardinadas; cruzados de pistas asfaltadas y bullicio de máquinas; pero también molestos, en cierto sentido, por las consecuencias propias e inevitables del progreso y modo de vida actual que no satisface a todos, dando la sensación de que en aquellos lejanos años eran más felices, seguramente porque muchos no conocían nada mejor, no se aspiraba a más, o, tal vez, se vivía con la resignación de que tenía que ser así.
      Pues, bien, en “aquel” pueblo de Miudeira, aldea, como tantas otras de entonces, vivió, hace muchos años, un personaje llamado Alejos (Alejo) y su familia, cuyas posesiones de fincas llegaban a los límites del concejo de Coaña, todo en una gran finca de muchas hectáreas, más otras que tenía en otros lugares, donde se alzaba su gran vivienda, ya desaparecida, llamada Casa de Clara. Este extenso caserío estaba, y está, atravesado por el denominado río de Xonte, en cuyas inmediaciones Alejo tenía otra vivienda, y, debajo de ella, un molino maquilero; es decir, que molía el maíz y el trigo de los vecinos, movido por el agua del referido río. En esta casa-molino, bastante alejada de la aldea, a la que se accedía por una estrecha y enfangada caleya, vivía un señor llamado Paulo (Pablo) en compañía de su esposa y una hija, que eran los que atendían el referido molino. El señor Alejo, un tanto alegre y libertino, estaba casado y tenía un hijo que marchó para Buenos Aires y una hija que se quedó en Miudes. Al morir su esposa, que era la que frenaba sus andanzas, parece ser que dio rienda suelta a su carácter libertino de mujeriego, bebedor y alterne con gente rica, llegando a empeñar todas sus propiedades a los Ochoas de Valdepares; luego se quedó ciego y fue llevado por su hijo para Argentina, donde falleció.

       Hasta aquí, esta historia viene a ser el preludio de la segunda historia que vamos a relatar.
      En la misma aldea de Miudeira vivía también un joven llamado Bernaldo (Bernardo). -Paulo, Bernaldo y Alejos son nombres populares del habla del lugar-, hermano de Pablo, que marchó para Cuba, donde estuvo durante algún tiempo, regresando casi con lo puesto y dedicándose a trabajar de jornalero por las casas. A Bernardo, más que el trabajo, le gustaba comer bien, cosa que en aquellos tiempos era difícil, por lo que comía lo que le daban: sopas de maíz, caldo muy aguado y un poco de boroña (pan de maíz). En cierta ocasión, estando trabajando en una casa oyó decir que vendían los huevos a 25 ctmos. la docena, los pollos y los jamones, cosas que a Bernardo le gustaban mucho, pero no se los daban nunca en ninguna casa donde trabajaba, por lo que decidió volver para Cuba, ya que allí, al menos, comía bien y dos huevos diarios: entonces la isla caribeña era otra cosa, pero había que trabajar. Unos años después, regresó nuevamente a España con parecida situación económica que la primera vez, y se estableció de criado (obrero permanente) en la casa de Ron de Viavélez, donde también estaba de criada una mujer llamada Servanda que había venido de Penadecabras (La Braña). Allí se conocieron, entablaron noviazgo y se casaron, pasando a vivir, haciendo de molineros, a una casa-molino situada en el mismo pueblo de Viavélez y propiedad de la referida casa Ron, donde estaban sirviendo. Cuando se casaron, Bernardo ya tendría unos 50 años y Servanda 38. Él era un hombre menudo y pequeño, mientras que Servanda, más joven, era delgadita, muy erguida y un tanto tímida y poco habladora. Tuvieron un hijo al que llamaron Pepe (José), un niño que resultó ser muy inteligente, mañoso para hacer cosas y aficionado a los libros y al estudio. (No podría estudiar nunca).
       Por aquellos tiempos, muy cerca de la casa-molino, estaba la actual tienda de Ramira, ya fundada en 1910, adonde iba a comprar Servanda, llevando a Pepín cogido de la mano. Una vez en la tienda, al niño no se le ocurre pedir una golosina de las muchas que había en el establecimiento, sino que preguntó si no tenían para vender el libro llamado “Corazón”, libro que vio en la escuela y que, por lo visto, le había gustado o causado alguna impresión, pues hacía tiempo que le decía a su madre que deseaba tener ese libro. Era ésta una obra del autor italiano Edmundo D’amicis, muy bien escrita para lectura de los pequeños y que narraba el diario de un niño, en su edad escolar, llamado Enrique. A pesar de las dificultades económicas y ser casi analfabeta, la madre se lo compró y el niño vino para casa todo entusiasmado. Lo que más le impresionó de la obra fueron estos dos escritos que los padres de Enrique dejaron en su libro-diario (por lo visto el pequeño no tenía su diario cerrado de llave, como se suele hacer con los diarios íntimos). Enrique transcribió, literalmente así, en su diario, el escrito que le dejó su padre el viernes, 30 de octubre, y que Pepín leyó con gran atención:
     Como mí “Diario” queda siempre a disposición de mí papá, hoy me he encontrado con las siguientes líneas escritas de su puño y letra:

     “Vengo observando, querido Enrique, cierta apatía en relación con tus estudios. Se te hacen duros, ¿verdad? Por eso es que no vas a la escuela con la alegría anterior, ni te veo decidido con los libros. ¿Quieres explicarme tus razones? Creo que no podrás hacerlo, porque no hay ninguna que te justifique.
     “Pero deseo que reflexiones sobre lo siguiente: ¿Qué valor tendrían tus horas si no fueses a la escuela? Absolutamente ninguno, pues serían estériles. Y quizá, al poco tiempo, tú mismo te avergonzarías de la ociosidad, viendo a tus compañeros con los libros bajo el brazo, al ritmo feliz de la juventud estudiosa.
      “Recuerda a esos obreros que van a clase por la noche, después de trabajar todo el día; a esas muchachas del pueblo que lo hacen los domingos, sacrificando su fiesta semanal; piensa en los niños ciegos y mudos que también estudian… Fija en tu imaginación la estampa de millones de niños que van camino de las escuelas en todo el mundo, lo mismo por las elegantes avenidas de la ciudad como por los embarrados caminos de la aldea, por la orilla del mar o del río, bajo un sol ardiente o soportando fríos y lluvias; unos bien vestidos y otros con escaso abrigo contra la inclemencia...
      “¿Qué ocurriría cuando este movimiento, este hormiguero, cesara? ¡Pues que la Humanidad caería en la barbarie! Porque    esta agitación supone bienestar, progreso, y la esperanza y la gloria del mundo.
      “Ten valor, Enrique. Vela tus libros, que son tus armas, como tu clase es tu escuadra y la tierra entera tu campo de batalla. ¡Adelante, como los bravos
       “Piensa en lo que esto quiere decir en orden a tu futuro y al de quienes contigo convivan. – Tu padre.”
       El otro escrito, del día 2 de noviembre, era de su madre. Decía así:
       Hoy me ha escrito mamá:
      “Este día conmemora a los difuntos, Enrique. ¿Ya sabes a cuáles de ellos debéis consagrarlo los escolares? Pues, con preferencia, a los que murieron por vosotros, por los niños: los padres, los sacerdotes, los maestros, los médicos...
      “¿Has pensado alguna vez en las madres que murieron extenuadas por el sacrificio para con sus hijos?
      “¿Sabes que hay hombres y mujeres que enloquecen y hasta se quitan la vida porque han perdido un hijo?
      “Recuerda aquellas maestras que murieron jóvenes, consumidas por las enfermedades, al no querer abandonar su escuela y sus alumnos…
      “Recuerda los médicos víctimas de enfermedades contagiosas, contraídas muchas veces en la cabecera de vuestras camas...
      “Recuerda a tus mayores, que en cualquier calamidad, en un incendio, en un naufragio, sucumbieron al peligro por librarnos de él...
      “¡Son incontables esos muertos! ¡Cuántos salvaron algún niño a costa de su vida! Hombres en la flor de la edad, jóvenes esposas, ancianos octogenarios, ¡y hasta chiquillos!, para los que la tierra no produce flores bastantes con que adornar sus sepulcros...
      “Se os quiere mucho a los niños, Enrique. Piensa en ello hoy más que nunca, y dedica oraciones a los difuntos, mientras agradeces a Dios la merced de no tener que llorar a ninguno de nuestra familia.- Tu madre.”
     Como se puede ver, los dos escritos son suficientemente elocuentes. No es de extrañar que al niño le causaran gran efecto, como si fueran dirigidos a él, y quisiera estudiar, y no ser uno de muchos niños que él conocía que andaban por allí dedicándose a la vida fácil; pero era pobre y lo tenía difícil. Esta meditación sigue teniendo mucha actualidad

      Pero sigamos la historia. Durante algún tiempo continuaron viviendo en Viavélez atendiendo el molino y siendo modelo de vecindad entre las gentes de aquel bello pueblo. Más tarde, Paulo, que, como decíamos en la anterior historia, vivía con su mujer y su hija en la casa-molino de Alejos de Miudeira, decidió marcharse, con toda su familia, para Buenos Aires; dejando a su hermano Bernardo, con la esposa y el hijo de 9 años, en su lugar y como arrendatario de los Ochoas, a quien pertenecía el caserío de Alejos.
      Fue pasando el tiempo y vino la tremenda guerra civil, por lo que Pepe, con gran dolor para sus padres, que no lo querían perder por nada, ya que sólo le tenían a él y frágil de salud, fue llamado a filas cuando tenía 25 años. De no ser por la guerra, el muchacho no hubiera tenido que ir a la mili, ya que era hijo único y sus progenitores ancianos. En la guerra permaneció algo más de 5 meses, pues, se puso enfermo de pleura, enfermedad muy frecuente entonces y más en sus circunstancias, y lo mandaron para casa. En el pueblo tenía por novia una hermosa muchacha con la que estaba ilusionado y pensaba casarse, dando la impresión de ser un chico feliz, tranquilo y despreocupado, dentro de su situación. Como era muy mañoso para hacer cosas, construyó una dínamo con una turbina movida por el agua de la presa del molino e instaló luz en toda su vivienda, ya que, aunque había luz en el pueblo, no llegó hasta su casa por estar un tanto alejada del resto de la aldea. Él mismo construía, en su pequeño taller, las herramientas para los trabajos agrícolas, carritos y peonzas para los niños, y cualquier cosa que se le antojara, además de leer toda clase de libros que cayeran en sus manos.
      A la húmeda vivienda, situada sobre el molino, se accedía, desde el camino, por un estrecho corredor con barandilla protectora para no caer abajo, en el corral, donde estaba la entrada al molino, consistiendo, dicha vivienda, en una pequeña cocina en la misma entrada, salón bastante grande -con algunos cuadros religiosos- y dos pequeñas habitaciones. Desde su interior se podía oír continuamente cómo abajo caía el agua sobre el rodezno del molino y el ruido característico de su funcionamiento. Bernardo y Servanda de Alejos o del “molín”, -nombres por los que eran conocidos en el pueblo-, además de atender sus labores agrícolas, tenían un montón de colmenas, muchos frutales, pomelos; gallinas, varios gatos, unas cuantas vacas y un perro que conocía a todos los que iban por allí. Al mismo tiempo atendían el molino, pues, molían para muchos vecinos, cobrando por ello un poco de harina (maquila), que muchas veces se olvidaban de extraer del saco. Como ya iban siendo ancianos, no podían trabajar mucho, teniendo todo muy abandonado, y a Pepe no le gustaba nada el trabajo del campo. Las cosechas las iban consumiendo de la propia finca hasta que las terminaban; el prado de frutales estaba todo cubierto de manzanas caídas de los árboles; tenían un cabazo de madera para guardar el maíz e iban tirando como podían con su compleja hacienda. La enfermedad de Pepe fue empeorando, ocasionando un grave problema para sus ancianos padres, siempre por el temor de perderlo, lo cual ocurrió poco tiempo después, muriendo de tuberculosis, el mal de la época (fueron muchos los que murieron de esta enfermedad contraída en la guerra), cuando sólo tenía 29 años; dejando solos a sus viejos padres, su taller, algunos libros, un montón de recuerdos de su ausencia y gran conmoción en la aldea. La muerte del hijo dejó a los padres totalmente anonadados y tristes. Servanda, ya poco habladora, estaba casi siempre silenciosa, dando la sensación de abandono y con el pensamiento en el hijo desaparecido. Se la veía diariamente vestida de largos ropajes negros, mandil, el pañuelo amarrado detrás de la cabeza, calzada con galochas o madreñas de’scarpín y moviendo continuamente la cabeza como diciendo que no a todo - pues padecía de temblor esencial-, no a toda aquella desgracia que caía sobre ella sin tener más apoyo que su anciano y achacoso marido. Con frecuencia salía a la puerta de la casa con la mirada perdida de sus húmedos ojos, haciendo sombra con la mano en la frente, buscando al hijo que no acababa de creer no estuviera por allí, para, al fin, fijarlos muy abiertos, allá lejos, en el cementerio que tantas veces vio desde su casa, pero ahora ya no. Todos los días repasaba y limpiaba sus cosas: las ropas de vestir, que tanto le gustaba a Pepe tener pulcras y ordenadas; los libros; las herramientas de sus trabajos, etc.. Tiempo después esto lo fue dejando, ya que Pepe no volvía. Bernardo, más anciano e igualmente silencioso y dubitativo, estaba muy encorvado, “luciendo” su desordenada barba blanca, madreñas, camisa de manga larga y chaleco; pasaba largas horas dormitando al sol junto a la puerta de su triste morada y rodeado de sus gatitos, o también entre las colmenas, cuyas abejas parecían conocerle muy bien, ya que le rondaban sin tocarle. Para fumar cogía un puñado de tabaco, lo metía en la boca y lo mascaba, luego lo depositaba debajo de la boina, que siempre llevaba sobre su cabeza casi tapándole los ojos, para que se secara y volver más tarde a mascarlo.
      La vida de aquellos dos pobres padres, ancianos y solos, daba la sensación de no tener sentido desde que se les muriera el hijo, viviendo en un estado de completo abandono de sí mismos. No obstante, aquel lugar tenía algo de gratificante por su situación en las inmediaciones del río, rodeado de naturaleza: abedules, alisos, laureles y frutales; su tranquilidad, sólo interrumpida por el canto de las aves al amanecer, los chillidos nocturnos de la fauna en los montes cercanos y el murmullo de la corriente del agua al deslizarse por la chapacuña y la cal del molino; lugar un tanto alejado del bullicio de la aldea y con un aroma ecológico especial a manzanas, flores y frutos silvestres. Era como si la naturaleza quisiera hacer todo lo posible por levantar el ánimo y alegrar un poco la tristeza y melancolía de aquellos dos ancianos con el pensamiento ausente de lo que les rodeaba, seguramente en el hijo que se les fuera y que era lo único para lo que hubieran tenido sentido sus vidas.
      Tiempo después murió Bernardo, y, años más tarde, Servanda fue acogida en el asilo de Serantes, donde falleció, llevándose con ella la memoria de lo único que tuvo en su vida: su marido y, sobre todo, el hijo que hacía ya años se le había muerto tan joven y que atendió como pudo bajo su atenta y obsesionada mirada, como prediciendo el temor de perderlo...                                                                    

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