sábado, 26 de mayo de 2012

INICIO DE UN AMOR, EN UNA MAYEGA DE TRIGO


INICIO DE UN AMOR, EN UNA MAYEGA DE TRIGO
(Narración típica costumbrista)
Por Vicente Pérez Suárez


      Fermín, un muchacho de unos 20 años, estaba estudiando fuera y regresaba a casa a pasar las vacaciones de verano. Era hijo único de una familia bien acomodada de agricultores, al que su padre quería que fuera preparándose como Perito Agrónomo para regir su buena explotación. Había aprobado el primer año de estudios y venía contento para ayudar a sus padres en las faenas del campo, siendo las mayegas del trigo una de las que más le ilusionaban. No vamos a relatar aquí como era este trabajo hace muchos años, y que los mayores conocen muy bien; pero sí que era, a pesar del calor y la polvareda, un tanto solaz, divertido y social, como todos los trabajos que se hacían entre los vecinos. Veamos lo que nos cuenta el propio Fermín, en primera persona.

      Aquel año, primero de mi carrera y las primeras vacaciones, aprobado el curso, regresé a casa contento y deseoso de trabajar, ayudando a mis padres en las labores del campo. Una, de las que más me gustaban, eran las mayegas del trigo, que tenían lugar durante el verano, y para las que nos ayudábamos todos los vecinos unos a otros, puesto que se precisaba mucha gente. Iban hombres, mujeres, algunas chicas y chicos y también niños para tirar los colmos de trigo de las grandes medas. En los descansos, averías y al terminar la mayega, nos daban pan, vino, café y, al final, la comida de la hora que fuera. La gente mayor charlaba en corrillos, también los jóvenes, comentando nuestras cosas y diciéndonos algunos piropos, un tanto intencionados. Los niños corrían por el aira, jugando. Con estos alicientes, la máquina trilladora llegó como todos los años, y yo acudí a la mayega. Como siempre, fueron llegando los vecinos, pero me llamó la atención una chica, puesto que no la conocía de nada, de más o menos mi edad: guapa, algo morena, de mediana estatura y vistiendo ropa veraniega muy floreada, que la hacían elegante y de atrayentes formas y modales. En principio, sólo me llamó la atención; sin embargo, por pura curiosidad, aquel día pude saber que se trataba de la sirvienta de una maestra vecina del pueblo, de familia de labradores, la que estaba también de vacaciones, pues daba clase en una parroquia lejana, y aquella chica seguía con la maestra en la misma casa, por lo que la enviaban a las mayegas, además de ayudarles en cualquier trabajo agrícola. Como esta faena duraba en el pueblo unas dos semanas, poco a poco me fui familiarizando con ella, ya que me agradaba, observando que era muy social, educada; de conversación amena, clara y timbre de voz poco común; sus grandes ojos negros, miraban de forma cauterizante y sincera, sonriendo levemente, con atractivo carácter, sin perder nunca su compostura. Supe también que se llamaba Estela, que sabía quien era yo, ya que llevaba en el pueblo varios días y conocía a todos los vecinos. Me dijeron que era de un lugar cercano a la escuela, que no tenía estudios, a pesar de su aparente formación, debido, con toda probabilidad, a su convivencia con la maestra. Siguieron las mayegas y, aunque yo era un poco tímido, y no tuviera mucha relación con chicas, traté de ganarme su amistad, lo que me resultó fácil, ya que era, como digo, muy social. En las mayegas observé que ella siempre se ponía para dar los colmos de trigo al que estaba subido a una especie de caballete, desde donde, a su vez, daba los colmos al cebador de la trilladora. Yo, entonces, me subí al taburete aquel, con el fin de estar cerca de la chica. Estela se sonrió, diciéndome: -Qué, por lo visto tengo que darte los colmos a ti. –Claro- le dije: me gusta este trabajo. –Aquí- - me aclaró- no hay ningún trabajo bueno: hay mucho polvo y mucho ruido, pero es así. -Yo me atreví a decirle -creo que sonrojado: -Estando junto a ti no hay ningún trabajo malo. Ella –distraída- volvió a sonreír.

      La mayega continuaba a todo gas. Estela me daba colmos sin parar; pero, y esto fue lo que me conmovió, al darme los colmos y yo cogerlos, percibí que, inconscientemente, nos tocábamos las manos, unas manos alargadas, suaves y tibias –las de ella- por lo que fui procurando acariciarlas con disimulo. Yo no sé si lo percibía, lo cierto es que me estaba impresionando. Se me pasó la mayega enseguida y, una vez terminada, nos quitamos el sombrero y nos limpiamos la paja, el polvo y el sudor. Nos miramos, sonriendo y comentando el ruido, la polvareda y el calor. Una mujer se acercó repartiendo pan, vino y agua para todos, con el fin de refrescar un poco.

      Este pequeño contacto fue lo que influyó en mi más atracción por la chica, pero esto tardó tiempo en saberlo ella. Yo le prestaba mucha atención, pero no encontraba forma ni palabras para declararle mis incipientes sentimientos. Por otra parte, parecía huir de mí, como si no le interesara para nada. Sí, siempre me saludaba con una sonrisa, pero sin notar nada especial. En las fiestas nunca pude bailar con ella, puesto que yo tampoco bailaba muy bien y ella denotaba cierto desdén. Puede que yo fuera demasiado suspicaz, pero así me lo parecía.

     Pasó un cierto tiempo, sólo con esta amistad, bien correspondida, pero nada más. Por mi parte, la impresión que me causó se me quedó muy grabada, teniéndola siempre en mi memoria. Pasaron las vacaciones: ella se marchó con su maestra y, semanas después, me marché yo. Todo quedó así, hasta las Navidades, que nos volvimos a ver y nos saludamos, como buenos amigos, ya que eran pocos los días y, además, invernales. No hubo tiempo para más.

      Al aproximarse el nuevo verano y con él las fiestas, los días grandes y soleados, y las dichosas mayegas, decidí escribirle una carta -carta que no contestó-, en la que le declaraba –entre otras cosas- mi admiración y que me agradaba. Cuando volví, ella ya estaba en el pueblo, acrecentándose en mí aquel sentimiento hacia la joven, la que estaba más hermosa que nunca, vestida muy pulcra y cuidada fisonomía, sin ninguna presunción. Fue en una fiesta cuando nos vimos, ruborizándonos los dos. Nos saludamos y me pidió perdón por no contestarme la carta; luego me aclaró que se diera cuenta de que yo sentía por ella algo más que amistad. Fue entonces cuando me atreví a decirle cara a cara, que me agradaba y que mi deseo era acompañarla. Ella no se inmutó mucho, dando la sensación –claro- de que lo presentía. Me dijo que lo iba a pensar, pero que le parecía que no era la adecuada para mí.

      -¿Por qué?-le pregunté.

      -Tú estás estudiando una carrera, Fermín; yo soy una simple asistenta de una maestra y somos siete hermanos. (Esto, en aquellos tiempos era así: se miraba más el modus-vivendi de las personas que lo físico, algo que yo no entendía).

      -Yo –le dije- no pienso en eso, pienso en tu personalidad, en tu físico y la cultura que observo en ti. Todo esto me basta para empezar, luego veremos como pensamos los dos. Estela, yo siento admiración por ti. Me gustas. Tú verás lo que haces. -No obstante, observé que era una chica muy sensible, y pudiera tener miedo a sufrir un desengaño. Creo que deseaba estar más segura de lo que hacía. Yo así lo entendí y seguimos como amigos.

      Al poco tiempo decidió nos acompañáramos durante las vacaciones, aunque ella tenía dudas de aquella amistad, como siempre la llamaba. Todo seguía normal, pero repentinamente surgió la opinión de mi padre, diciéndome: -Supe que acompañas a una criada de servir, y eso no te lo permito. -Mi padre era de los de la época en que una chica de servicio era una cualquiera, por lo que no estaba de acuerdo con aquella relación. Como en aquellos tiempos los padres influían mucho en estas cuestiones, a pesar de mis protestas y razones, no tuve más remedio que dejar de acompañarla, lo que me contrarió bastante. Ella lo asumió, puesto que lo presentía, y no hubo más problemas, ya que nos prometimos seguir siendo amigos, aclarándole que iba hacer todo lo posible para volver y contaba que me esperaría. Me dijo que, por su parte, aceptaba mi amistad, pero lo otro lo veía difícil. Fue pasando el tiempo así. Le escribí alguna carta, que siempre me contestó con brevedad. No obstante, al año siguiente me desengañé al verla con un chico, con el que, parece ser, mantenía relación. Aquello me sentó muy mal, hasta el punto de perder la esperanza de volver con ella. Me pareció ser tonto y me pregunté: -¿Es que pensabas que Estela no iba a tener nunca novio, con lo atractiva que es? -Ahí tenía la demostración. Podía estar “tranquilo” y no pensar más en ella ¿Para qué? Sin embargo, no acababa de asumir verla acompañada de aquel dichoso chaval, al que me parecía “odiar”, pues ni siquiera nos conocíamos, ya que, decían, que era del pueblo donde daba clase la maestra. Se terminaron aquellas tristes vacaciones y volví para mi Escuela de Peritaje. Por Navidad vine a casa 15 días. Nos saludamos, nos hablamos y nada más, puesto que continuaba acompañada con aquel chico, de lo que nada comentamos.

      Y volvió otro verano y nos volvimos a encontrar en el pueblo; pero las cosas habían cambiado: Estela ya no tenía novio, o lo que fuera. Me sentí aliviado, como a quien le quitan un peso de encima. -Sí, ¿y qué? -Me pregunté.

      Lo decidí enseguida: acompañaría a Estela, pasara lo que pasara. No estaba dispuesto a rendirme ante nada. Se lo comenté a mi madre, quien, después de pensarlo mucho, me dijo que hablaría con mi padre y que iba a tratar de convencerlo. Pasaron varios días y, al fin, mi padre me dice que haga lo que quiera; pero sí te digo –me aclaró- que con la guapura sola no se vive, pues, esa moza no va a tener dote; no obstante, te pido que no la engañes: averigüé que, aunque humilde y muchos hermanos, es una chica instruida y de buena familia. Lo demás es cosa tuya, añadió. Desde aquel momento me sentí aliviado. Yo estaba estudiando y se lo dije a Estela por carta, negándose rotundamente a reanudar la relación: No le era fácil olvidar lo que ocurriera. Pasado algún tiempo -ya estábamos de vacaciones- me dijo que lo pensaría, decidiéndose, al fin, después de una larga espera, a que la acompañara. Aquel verano fue feliz y decisivo para mí: fuimos a muchas fiestas, a las mayegas –claro- y a la playa, algunas veces. Nos hicimos novios y, con su gran simpatía, me enseñó a bailar y nos enseñamos mutuamente a querernos. Era encantadora, con la insinuante y fulgurante mirada de sus ojos negros y aquella sincera sonrisa que cautivaba.

      Al comenzar el curso, marché para hacer el último año de mi carrera, durante el que nos escribimos varias y largas cartas, regresando al año siguiente con el título de Perito Agrónomo para trabajar en la hacienda, procurando hacerla, con mis conocimientos, lo más rentable posible. Y así iba pasando el tiempo y acompañando a Estela, que ya estaba convencida de que la cosa iba en serio, tan en serio, que nos casamos a los dos años, después de cierta resistencia, por parte de ella, de irnos a vivir con mis padres, algo que terminó aceptando. La maestra le regaló el vestido de novia y dinero para sus gastos, pidiéndole, en cambio, ser madrina del primer hijo que tuviéramos. Era una excelente mujer.

      Tenemos dos hijos y tres nietos, que están cada uno en su vida. Mi padre olvidó todo aquello de la dote, de criada de servir y aquel afán costumbrista de sus tiempos, pues vio en Estela una hija más y una mujer cariñosa y olvidada de ciertas costumbres que no tenían sentido. Por mi parte era feliz, viviendo sin la dote de mi mujer, pero con su guapura, simpatía y afán por el trabajo; nuestra hacienda y los niños, algo que mi padre no entendió hasta que lo vio.

       Esta fue la consecuencia de aquel lejano inicio de amor en una mayega de trigo, que nunca olvidé.

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